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La vida a-cua-dri-tos

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Fecha publicación: 09/06/2025 - 04:00
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Cecilia Lanza Lobo
 

Hubo un tiempo en que decapitar fue el verbo que aprendimos por televisión esos días de terrible guerra en Irak cuando la barbarie decapitaba prisioneros “en vivo y directo”. Atestiguamos aquello, aterrados. Aún recuerdo una caricatura de autor reconocido, que decapitó a alguna Miss Bolivia por puro bruta, racista o porque sí. Nada que no fuese el reflejo propio en el espejo tenía cabida. Entonces ¡zas, vuelen las cabezas! Así, poco a poco, decapitar se nos hizo una costumbre.

Hubo un tiempo en que el verbo fue cogotear. Subirte al minibús y acabar con una soga al cuello arrojado a la basura. Hubo un tiempo en el que de vez en cuando aparecían cuerpos mutilados en los ríos de El Alto, pero como todavía no había sucedido la revuelta de octubre de 2003, a quién le importaban los muertos en El Alto.

Hubo un tiempo en que linchar fue el verbo y un alcalde apareció calcinado en un pueblo del Altiplano ardiendo sus huesos a vista y paciencia de la leña vecinal que atizaba el fuego. Tres jóvenes por aquí, otro por allá, uno más allá, majados a golpes, quemados en la hoguera del hartazgo por mano propia so pretexto de la justicia comunitaria. Amén.

Muchos años atrás también hubo violencia y mucha, un Presidente linchado por el pueblo, un par de guerras, una revolución y, ciertamente, muchas veces a lo largo de nuestra historia hubo un pueblo mil veces violentado, el testamento bajo el brazo. Suma y sigue, ahora de modo cada vez más cotidiano, la dinamita, el bloqueo, los puños, el chicote. ¡Ahora sí, guerra civil!

Una diría que esa maravillosa victoria popular (la Revolución sa) que derrotó el derecho al gobierno por mandato divino y logró más bien el gobierno del pueblo por el pueblo, convertido desde entonces en ciudadano, ciertamente no caló del todo en nuestras repúblicas y mucho menos en este plurinacional estado de cosas. Una lástima porque entonces se fundaron los acuerdos básicos de una sensata gobernabilidad democrática (las Constituciones), y, por supuesto, el reconocimiento de los derechos humanos. Lo que sí practicamos con gran entusiasmo, a contramano de las agujas del reloj, de distintas y creativas maneras, por lo visto fue y es el verbo decapitar (ay, María Antonieta, lo tuyo no fue suficiente).

Si en estos 200 años de vida, construir nuestras instituciones fue una tarea compleja, sostenerlas más aun. No es errado decir que llegamos hasta aquí de tumbo en tumbo y haciéndonos la vida a-cua-dri-tos. Diríamos, mejor, que las instituciones han hecho ¡boom! y hoy vale la muñeca, la presión, el aullido, la guillotina. Y resulta incomprensible, a estas alturas, que la evolución y ampliación de los derechos humanos, en un contexto mucho más reciente, el nuestro, sean ignorados no sólo por nuestra clase política y los propios ciudadanos sino incluso por quienes empuñan esas banderas. Será porque lo hacen de dientes para afuera. O será porque las maltrechas reglas del juego democrático también han sido decapitadas, linchadas, degolladas y echadas al río junto con el descrédito ciudadano, y lo que prima es el hartazgo.

Entonces, más grave aun (¿más?), será porque ante tanto desbarajuste, hemos bajado los brazos y nuestra mayor capacidad humana, la palabra -no el golpe, no el grito, no el ultimátum, la amenaza, la dinamita ni el bloqueo-, el diálogo, la capacidad de construir relatos que hagan posible nuestra cohesión en torno a un bien común, han sido derrotados.  La violencia nos ha paspado el cuerpo y el alma. Y la razón. Así, decapitar, cogotear, linchar, se nos han hecho costumbre. Anular al otro. ¡Hasta las últimas consecuencias! Hacernos la vida a-cua-dri-tos. Qué triste derrota.

Hubo un tiempo en que caminamos con el testamento bajo el brazo. Cientos fueron golpeados, torturados, vejados, asesinados defendiendo su derecho al disenso. Costó años reponernos de semejante legado autoritario, totalitario y criminal. Ya ven, nos duró apenas poco más de tres décadas hasta que nuevos protagonistas lo renueven.

Me niego rotundamente a que así sea. Confío, espero, que no sea solo yo.

 

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